El discurso moral de la izquierda que hoy gobierna España se ha desplomado con estrépito. Aquellos que llegaron a La Moncloa envueltos en banderas de dignidad, justicia social y lucha contra la corrupción, han resultado ser una reedición —quizás peor— de los vicios de siempre. Lo único que han cambiado son los rostros y los eslóganes.
El PSOE, apoyado por sus inseparables socios de Sumar, Podemos y una constelación de partidos independentistas y nacionalistas que chantajean al Estado sin disimulo, ha convertido la gestión pública en un terreno abonado para el clientelismo, el oscurantismo y el cinismo. Cada escándalo que estalla —desde el caso Koldo hasta los contratos covid que huelen a comisiones millonarias— solo confirma lo que muchos intuían: el poder corrompe, y esta izquierda no es la excepción.
La doble moral como forma de gobierno
Este gobierno no solo ha traicionado sus promesas, ha degradado el lenguaje político. La palabra “progresista” ha sido vaciada de contenido y convertida en coartada. Ya no se gobierna para mejorar la vida de los ciudadanos, sino para mantenerse en el poder a toda costa, comprando apoyos, repartiendo cargos y blindando alianzas con formaciones que deberían estar más cerca del banquillo que del BOE.
Todo es justificable si lo hace "la izquierda": indultos a condenados por sedición, amnistías a cambio de votos, uso partidista de los medios públicos, colocación de afines en instituciones supuestamente independientes, y un Parlamento convertido en correa de transmisión de Moncloa.
El hedor de la hipocresía
La corrupción ya no escandaliza; se digiere como parte del espectáculo. Los que se rasgaban las vestiduras con los trajes de Camps o los sobres de Bárcenas hoy callan, o peor aún, justifican. Porque si el que mete la mano en la caja es “uno de los nuestros”, no es corrupción, es una necesidad operativa. Esta es la nueva moral: el fin lo justifica todo, incluso lo que antes condenabas con rabia.
El caso Koldo no es un accidente. Es el síntoma de una enfermedad crónica: redes clientelares, adjudicaciones a dedo, comisiones, favores cruzados. Y lo más grave: un sistema que, en lugar de combatirla, la ampara. ¿Dónde están las dimisiones? ¿Dónde está la autocrítica? Solo hay silencio, ataques a jueces incómodos y la eterna cantinela del “y tú más”.
La izquierda que prometió limpiar, lo ha ensuciado todo
Lo que se prometía como una nueva forma de hacer política ha resultado ser una máquina de poder decadente, torpe y sucia. Gobernar con ERC, Bildu, Junts y compañía no es una apuesta por el pluralismo, es una claudicación. Y todo tiene un precio: presupuestos a medida, leyes exprés, impunidad selectiva y una democracia herida.
España huele a podrido. No es una metáfora: es una realidad cotidiana que se filtra por cada grieta institucional, por cada titular silenciado, por cada fiscal que mira hacia otro lado.
¿Qué queda entonces?
Queda la indignación. Queda la certeza de que el cambio que se vendió como esperanza ha sido una estafa. Queda la responsabilidad de no mirar para otro lado. Porque si la corrupción ya no indigna, si la mentira ya no sorprende y si el poder ya no teme al pueblo, entonces lo que se está pudriendo no es solo el Gobierno. Es la democracia misma.
Pero lo más indignante de todo no es el robo, la mentira o la hipocresía. Lo peor es la impotencia absoluta de una ciudadanía que no puede hacer nada. Porque aunque el hedor de la corrupción sea insoportable, aunque los escándalos se acumulen uno tras otro, nadie asume responsabilidades y nadie dimite. Y si lo hacen, es tarde, mal y por pura presión mediática.
El sistema está diseñado para blindarlos. Ganan unas elecciones y tienen carta blanca durante cuatro años. Cuatro años para forrarse, colocar a los suyos, manipular las instituciones, expoliar al contribuyente y tapar sus miserias con propaganda. Cuatro años para usar las instituciones como si fuera una hoja de ruta mafiosa, mientras a ti, ciudadano, te crujen a impuestos, a trámites, a controles, a inspecciones. Porque tú sí tienes que cumplir. Ellos, no.
Pagamos sus sueldos, sus coches oficiales, sus dietas, sus asesores, sus negocios sucios y sus trapicheos de toda índole. Y lo hacemos con la resignación amarga del que sabe que, haga lo que haga, nada cambiará. Porque no hay justicia que actúe con la misma velocidad que los favores. Porque no hay urnas cada vez que se traiciona al país, sino cada cuatro años. Y porque cuando llegan esas urnas, el aparato ya está preparado para repetir la farsa.
Y así seguimos: tragándonos la basura, aguantando el expolio, mirando cómo se reparten el pastel mientras nos venden miseria moral disfrazada de progreso. España no se hunde por los corruptos, sino por lo bien que flotan en este mar de impunidad.